En Venezuela, la violación sistemática de los derechos humanos se ha convertido en una dolorosa realidad cotidiana. Día tras día, las cárceles del régimen se llenan de nuevos presos políticos, ciudadanos cuyo único delito fue expresar una opinión contraria al poder establecido. Cualquier voz disidente es silenciada mediante acusaciones infundadas de terrorismo, traición a la patria y toda clase de cargos inventados que la maquinaria represiva considera convenientes. La independencia institucional es inexistente; el Estado funciona como un monolito donde una sola cabeza piensa, planea y ejecuta cada acción, no en beneficio del pueblo, sino para perpetuar los privilegios de una cúpula corrupta que ocupa los más altos cargos. Mientras tanto, un pueblo desesperado clama por libertad, por justicia, por el derecho fundamental a vivir con dignidad en su propia tierra.